El PEN ha venido señalando que Costa Rica presenta debilidades estructurales con este estilo de desarrollo. La apertura comercial, la promoción de exportaciones, la atracción de inversión extranjera y la transformación económica del país, fueron impulsadas como el medio para mejorar la competitividad y lograr aumentos generalizados de los ingresos. No obstante, no ha habido políticas de encadenamientos productivos y laborales, fomentando esa dualidad en el aparato productivo de una vieja y una nueva economía. La orientación al mercado internacional no fue acompañada por una modernización de la institucionalidad dedicada al mercado interno. Se dio una desconexión entre dinamismo económico y la generación de empleo, ya que los sectores de alta productividad, crecimiento y vinculación con los mercados internacionales, han tenido un peso minoritario y segmentado en la demanda laboral. Además, la expansión de la inversión social no ha podido evitar la ampliación de la desigualdad socioeconómica, ni disminuir la pobreza[1].
Para el fomento de la economía tradicional, existe una dispersión de entidades estatales, que se caracterizan por la fragmentación y duplicación de autoridades y competencias institucionales. Esta situación institucional contrasta con el fomento a sectores de la nueva economía como el financiero o el comercio exterior, en los que se distinguen autoridades estipulada con claridad, con responsabilidad concentrada y organización relativamente simple[2].
Las debilidades estructurales se originaron con el gasto público expansivo desde la crisis del año 2008 y la falta de reformas fiscales oportunas, lo que alcanzó un nivel de crisis en el 2018 en términos del déficit (-5,9%) y endeudamiento del gobierno central (54% del PIB). El país había venido mostrando una desaceleración antes de la crisis del COVID-19, que venía golpeando con más fuerza las actividades que emplean a la mayor parte de la población, y las áreas de fomento productivo que venían siendo más desatendidas por sucesivos gobiernos. Se ha unido un ambiente de conflictividad social y debilidad política de los gobiernos más recientes que ha impedido lograr propuestas de cambio estructurales, más allá de la reforma fiscal con la Ley de Fortalecimiento de las Finanzas Publicas en el 2018, que dio al Gobierno herramientas para manejar el desbalance fiscal y la contención del gasto, especialmente con la aplicación de la regla fiscal[3]. La pandemia del COVID-19 no vino más que desnudar la fragilidad estructural del país “para enfrentar crisis o shocks, tanto internos o externos, debido al deterioro convergente de indicadores clave en las capacidades y oportunidades para las personas, una economía desacelerada, la insuficiente generación de empleos y una preocupante situación fiscal” [4].
[1] PEN (2019). Informe del Estado de la Nación 2019.
[2] PEN (2019).
[3] PEN (2019).
[4] PEN (2020). Informe del Estado de la Nación 2020.